martes, 9 de agosto de 2011

El Libro; Fabulosa Máquina


Fuente: El Malpensante

Boris Muñoz entrevista a Robert Darnton

Ahora que se ha vuelto un lugar común profetizar la muerte cercana del libro y pontificar sobre los milagros de la era digital, vale la pena escuchar la voz de un bibliófilo experto, con un ojo apuntando hacia la historia y otro hacia el futuro de esta fabulosa máquina.

Robert Darnton es un hombre de contrastes. Cuando se le ve caminar por el campus de Harvard University, casi siempre entre su oficina y alguna de las bibliotecas, parece evidente que es un profesor convencional: un viejo caballero que va siempre de traje y corbata cargando carpetas y archivos. Hay muchos académicos de Harvard que visten así, pero cuando quieren distinguirse aún más usan corbata de lazo, como si toda la mística profesoral y el debido respeto a la Liga de la Hiedra se concentraran en esa prenda. Eso les da autoridad, es cierto, pero también (para ser honestos) un aire monótono con aroma a naftalina. En cambio, el brillante, acucioso y prolífico historiador del libro vive en planos dinámicos y extremos que se retroalimentan alejándolo de lo convencional. Mientras en el pasado busca pistas y amarra cabos para entender cómo se ha desarrollado el libro y la cultura libresca, en el presente tiene que vérselas con el desafío de mantener vivo y en buena forma el gigantesco sistema de bibliotecas de Harvard, compuesto por más de 60 bibliotecas y más de 16 millones de volúmenes que, de acuerdo con la propaganda harvardiana, puestos uno tras otro equivalen a más de treinta kilómetros. Y la distancia crece minuto a minuto. Sin embargo es por el futuro que Darnton muestra una preocupación inusual.
 –¡Por fin lo lograste! –exclama cuando sale a mi encuentro en la escalera de la vieja casa donde está la oficina del director de la Biblioteca de Harvard, junto a uno de los arcos del yard que da hacia Massachusetts Avenue. Su expresión es inesperadamente cálida considerando el estándar de Nueva Inglaterra.
 –Google Maps me hizo perder a propósito para que llegara tarde –respondo sobreponiéndome a diez minutos de retraso.
Era cierto que al buscar la dirección de la oficina, Google Maps me había enviado al extremo opuesto del campus, al lado del gimnasio Hemenway.
 –No es ése justamente el lugar más intelectual de esta universidad –añadió con cuidada dicción.
La oficina de Darnton es más pequeña y menos tecno de lo que cabría imaginar. Tampoco está desbordada de libros, como se supone en un caso como el suyo. Pero sí, hay muchos libros. Llaman la atención los volúmenes empastados de mediano formato colocados en la pared del fondo. Se ve que han pasado por muchas manos a través de varios siglos. “Es mi colección de libros franceses del siglo XVIII”, dice alcanzando un tomo. Luego me pone en las manos una octavilla de trescientos años. Temo que se desintegre al tacto, pero el papel es grueso, fibroso, firme. Los libros de la oficina de Darnton no tienen el aire muerto de los libros en una biblioteca. Están a su manera vivos y esa vivacidad se debe a que siguen transmitiendo un significado, pese a su avanzada edad.
Predeciblemente, nuestra conversación girará en torno a los libros, pero no en un sentido tan predecible. Por ejemplo, en apenas dos meses se han vendido dos millones de iPad, artefacto con el que Macintoch espera competir con otros lectores electrónicos como el Kindle de Amazon. En su doble condición de historiador del libro y director de una de las mayores bibliotecas del mundo, no hay nadie mejor calificado que Darnton para hablar de los desafíos que enfrenta el libro hoy, cuando ya no debe vérselas solo con la radio y la televisión, sino con aparatos que buscan imponer una nueva forma de leer.
Hace pocos días usted confesó que ya no lee tantos libros como antes porque debe responder toneladas de correo electrónico. En una cultura cada vez más inclinada a lo digital eso no es extraño. Sin embargo, también dijo que para una lectura de placer prefiere la página impresa. ¿Podría profundizar en esa idea? Quiero decir, la lectura como placer y los libros como objetos de placer.

Mi respuesta me expone al peligro de sonar muy anticuado. Y quiero evitar ese riesgo asegurando que como director de la Harvard University Library estoy comprometido con todas las iniciativas digitales de las formas más variadas. De hecho, acabo de crear el Laboratorio de la Biblioteca para ponernos a la cabeza de las diversas técnicas y sacar el mejor provecho de las tecnologías modernas. De modo que soy un entusiasta de los medios electrónicos de información. Dicho esto, debo confesar que también soy un amante de los libros antiguos. Mira a tu alrededor... Tengo mi propia colección de libros franceses del siglo XVIII. Me encanta el papel viejo... tócalo. Puedes sentirlo. Se siente diferente. Huele diferente. Cuando lees un libro del siglo XVIII tienes una maravillosa sensación de contacto con el pasado. Así que también padezco de algo que los franceses llaman passeism, una fascinación por el pasado que me vuelve un passéist, alguien fijado en el pasado. Al mismo tiempo trato de ser un futurista, lo que puede sonar como una contradicción extrema, pero es divertido e interesante.

Gran parte de mis investigaciones tiene que ver con el rol del libro como fuerza de cambio en los inicios de la Europa moderna. Para entenderlo hay que estudiar el libro como un objeto físico: en panfletos, en octavillas, en volúmenes. Cada una de estas formas comunica un significado a través del papel, la tipografía, el diseño de la página y también por medio del frontispicio, las notas al pie, los apéndices. Todas esas técnicas que son conocidas como los paratextos. En mi último libro The Devil in the Holy Water or the Art of Slander[El demonio en el agua bendita o el arte de la difamación], un tratado de 700 páginas sobre los libros que atacaban figuras públicas como ministros, funcionarios y sus amantes en la Francia que va de Luis XIV hasta Napoleón, creo demostrar que esos libros eran bestsellers aunque estuviesen prohibidos. Lo que hago es ir a los archivos y leer tanto los libros prohibidos como los expedientes policiales sobre esos libros. No son libros caros; como nunca se consideraron alta literatura, se pueden encontrar en las librerías de viejo a precios módicos. Todo este rodeo es para responder a tu pregunta: encuentro que el contacto físico con libros de un pasado remoto es una verdadera inspiración. Trato de meterme en la mentalidad de las personas que leían esos libros hace trescientos años. No hay una máquina del tiempo que lo permita, pero si pescas las pistas en los mismos libros puedes comenzar a captar la actitud de los lectores. Luego buscas otras fuentes de información en diarios y documentos marginales, para confirmar las hipótesis que puedas tener. De modo que sí, amo los libros como objetos físicos.

No es un cliché comparar esta clase de pasión con el fetichismo.

No sé si sabes que hay un fabricante francés de libros electrónicos que hizo una investigación entre los lectores jóvenes de Francia, y lo primero que encontró es que a la gente le encanta el olor de los libros. Así que inventaron una suerte de banda que le pegas al aparato y desprende un olor a papel viejo mientras lees en la pantalla. Puede sonar ridículo pero es un ejemplo del apego que la gente tiene al códice, una invención contemporánea al nacimiento de Cristo. En lo personal, soy de los que creen que el códice como forma, es decir, como objeto que puedes hojear –pues está hecho de páginas, a diferencia del pergamino que es un libro que desenrollas–, es tan estupenda que ha sobrevivido más de dos mil años sin mayores cambios estructurales. De ahí el placer de leer libros: el sentido de contacto con el pasado y también la conveniencia de las cualidades físicas del códice.
 Hay un placer añadido en coleccionar libros. Eso es algo que aún no resuelve el formato electrónico.
 Los coleccionistas de libros son una especie muy particular. Aunque puede que en un futuro la gente coleccione mensajes electrónicos y e-books, algo que dudo, creo que esa consideración no constituye un argumento contra los libros, las publicaciones académicas y otras fuentes de información electrónicas. Insisto en la compatibilidad del libro impreso y el libro electrónico. Hay quienes argumentan que estamos en la era de la información y que todo debe ser digital. Eso es falso; no todo es digital ni debe serlo. No toda la información está disponible en línea y, paradójicamente, cada año se publican más libros en papel que el año anterior. Si bien creo que estamos en un período de transición hacia un futuro que será marcadamente digital, en nuestro presente la comunicación sigue definida, en buena medida, por lo impreso. Y pienso que eso es muy bueno, porque cada forma tiene ventajas específicas.
 Me gusta mucho una idea que leí en uno de sus libros: las bibliotecas de investigación, es decir, las bibliotecas universitarias, son lugares para preservar el pasado y acumular las energías del futuro. Sin embargo, vivimos en un mundo en que el conocimiento llega cada vez más por vía electrónica mientras se aleja de esos santuarios. ¿Cómo entender el papel de las bibliotecas en el mundo actual?
 Me temo que no estoy de acuerdo con que el conocimiento nos llega solo en línea. Quizás no dijiste “solo”, pero ése es mi punto. Vivimos en una era de medios mezclados, no solo la mezcla de lo electrónico y lo impreso, sino muchas otras mezclas como la del sonido y la imagen. Por ejemplo, una biblioteca de investigación como la de Harvard gasta millones de dólares en películas, grabaciones y recursos electrónicos. Vivimos en un mundo en el cual la información adopta distintas formas y las bibliotecas deben almacenar esa diversidad de soportes para ofrecer el servicio que tienen pautado. Eso no significa que las librerías vayan a dejar de comprar libros. Más allá de este tema, los formatos de información digital plantean serios problemas de preservación: los textos electrónicos son muy frágiles y su conservación es muy ardua. Un libro es una grandiosa máquina de conservación. Hasta que no resolvamos el problema de la conservación de los textos electrónicos, vamos a tener que imprimir los textos electrónicos importantes para estar seguros de que sobrevivirán. El mundo impreso y el mundo electrónico conviven en el mismo medio ambiente de información y debemos operar en el frente analógico y en el frente digital al mismo tiempo.
Qué piensa usted del contraste que hay entre las bibliotecas como lugares de la memoria y una sociedad marcada por la velocidad y la obsolescencia.
 Una de las debilidades de la sociedad norteamericana es su escasa profundidad del conocimiento del pasado. Los norteamericanos tienden a vivir en el futuro. En el contexto actual de la velocidad de las cosas, se puede decir que esa tendencia trae ventajas y desventajas. Muchos estadounidenses carecen de una educación adecuada en historia, por lo cual, al analizar los asuntos del presente, les falta la profundidad que generalmente ofrece el conocimiento histórico. No soy la clase de historiador que piensa que se pueden aprender lecciones del pasado, al menos lecciones que se puedan aplicar. Pero sí creo que el conocimiento da perspectiva. Y ése es el papel crucial de las bibliotecas. Ahora, ese papel lo desempeñan y desempeñarán no solo apilando libros, sino también ofreciendo recursos electrónicos de investigación. Frecuentemente la gente no comprende que las bibliotecas son los canales por donde llega toda clase de servicios y recursos electrónicos. Cuando una persona recibe un mensaje electrónico da por descontado el resto del proceso sin preguntarse cómo sucede. Esto pasa gracias a las bibliotecas. No solo porque proveemos los servicios electrónicos, sino también porque ayudamos a la gente a orientarse en este confuso mundo. La sensación de confusión crece todo el tiempo y necesitamos tener guías que nos ayuden a encontrar la información relevante para llegar a donde queremos. Eso les da tanta o más relevancia de la que tuvieron en el pasado.
Leer es un acto muy distinto para las generaciones pasadas que para quienes nacieron en la era digital.
No tengo mucho talento para predecir el pasado. Tampoco intención alguna de ser un profeta del futuro. El pasado nos ha enseñado, sin embargo, algunas cosas sobre la naturaleza de la lectura. Solemos dar por hecho el acto de la lectura y asumimos que siempre ha sido lo que nosotros hacemos al pasar la vista sobre un texto. Pero, en realidad, la lectura es un fenómeno largo y complejo. Siempre está en movimiento. Por eso, en cierta medida, los chicos que están acostumbrados a la pantalla desde que nacieron desarrollarán diferentes hábitos de lectura. Aunque no sé cuáles son esos hábitos, sé de estudios que sugieren que los jóvenes están perdiendo la familiaridad con la lectura de “tapa a tapa”, es decir, la lectura de un libro de principio a fin. Su umbral de atención suele ser más corto y tiendo a pensar que la información que consumen les llega en nuggets, no mediante formas más extensas de información, y también por otras vías diferentes del libro. De modo que si la lectura se convierte en una forma más entre una extensa gama de la información, esos jóvenes están en peligro de perder una habilidad importante. Es un problema. No estoy seguro de cómo lo resolveremos, pero creo que hay esperanza. No trato de sonar como un Jeremías porque creo que parte de la solución viene del avance tecnológico. Por ejemplo, la máquina que hace libros por demanda, una máquina que permite bajar un libro de internet e imprimirlo en cuatro minutos. Es un libro de tapas blandas con un precio bastante accesible, que suele ser menor a diez dólares. Así que puedes imprimir cualquier libro disponible en una base de datos que tiene millones de títulos. Esto implica el uso de tecnología para ampliar las posibilidades de lectura del libro en una de sus formas más tradicionales, tanto en las bibliotecas como en las librerías.
Usted es un promotor apasionado de la Ilustración. ¿Por qué, a su juicio, la Ilustración es un concepto importante para el futuro?
La palabra “Ilustración” tiene dos acepciones distintas. La primera describe un período concreto de la historia (en esencia, la época de los enciclopedistas en Europa) y, por supuesto, no podemos analizarla de manera simplista. La segunda acepción entiende que se trata de un conjunto de ideales que, de una forma u otra, permanencen vigentes. Entre otros, la idea de una comunicación abierta y libre. Los líderes de la Ilustración creían en la palabra impresa como una fuerza liberadora. Pensaban que si uno podía expresar argumentos racionales, los imprimía, los hacía circular y promovía su lectura, se estaba promoviendo la libertad de la gente a la vez que se atacaban los prejuicios asociados con frecuencia a la creencia irreflexiva en sistemas ortodoxos como el catolicismo. Pero su afán de libertad iba mucho más allá del catolicismo. También creían necesaria la liberación de las desigualdades del ser humano: del hombre sobre la mujer, de los nobles sobre los burgueses, de los terratenientes sobre los campesinos. El mundo de la modernidad temprana estaba asediado por las desigualdades. La Ilustración fue un desafío contra el sistema de privilegios en el acceso al conocimiento y la cultura. Con frecuencia, los pensadores de la Ilustración estaban en desacuerdo entre ellos; sin embargo, creían en el efecto liberador de la cultura impresa. Yo creo que es posible adaptar esa idea al mundo electrónico. Lo verdaderamente importante de la cultura electrónica es que permite el acceso masivo a todo tipo de conocimiento. Con esto no quiero negar la existencia del llamado digital divide. Mucha gente en los países en desarrollo y en Estados Unidos no tiene acceso a Internet. Pero el potencial para poner a todo el mundo en contacto con el conocimiento está ahí. Y creo que en los próximos diez años veremos una expansión del acceso a lugares donde hasta ahora la tecnología no ha llegado, mediante centros de acceso que permitirán alcanzar toda la literatura mundial. Éste es un ejemplo de cómo, en un mundo en el cual sigue existiendo la desigualdad, el tránsito a la cultura puede ser democratizado. Tengo gran esperanza en la función democratizadora de la tecnología y ése es, a mi juicio, uno de los ideales de la Ilustración.
En un ensayo, “E-Books and Old Books” (“Libros electrónicos y libros viejos”), usted dice que la profecía de McLuhan sobre la muerte del libro no se hizo realidad sino al contrario: cada vez se imprimen más libros. Sin embargo, aparatos como el Kindle o el iPad introducen un cambio sustancial y masivo en la lectura y en la idea de libro como objeto material. ¿No se nos acerca el futuro de McLuhan, aun cuando cada año se impriman más títulos? ¿Puede el libro como objeto prevalecer en esta nueva-nueva era de la información?
Ciertamente, el libro puede prevalecer. Será parte de un amplio rango de medios, pero siempre ha sido así. En mis investigaciones sobre el siglo xviii en Europa, he encontrado que los libros eran importantes vehículos de la Ilustración, pero las canciones eran igualmente importantes, por no mencionar el chisme y otras formas del intercambio oral. Hoy tenemos comunicación por Twitter, blogs y todo tipo de medios diferentes del libro tradicional. Eso no tiene sentido discutirlo. ¿Pero es ése el futuro de McLuhan? No lo creo. McLuhan se concentraba en la televisión y en la noción de “medios calientes” versus “medios fríos”. El mundo digital, que no existía cuando McLuhan escribió La galaxia Gutenberg, puede ser considerado un mundo de medios fríos en vez de un mundo de medios calientes, si uno quiere usar sus categorías. Con esto quiero decir que es un mundo que involucra a un lector que lee un texto, no importa si ese texto es un twitt o no. Eso es muy distinto al tipo de contenido que McLuhan pensó que resultaría de la relación entre la pantalla televisiva y el espectador. De hecho, muchas formas de la comunicación actual son interactivas. Por ejemplo, la Web 2.0, que es la comunicación mutua a través de internet, es muy diferente de lo que él tenía en mente. McLuhan es, sin duda, muy entretenido de leer, aunque muchos de mis estudiantes no tienen idea de quién fue. Sus libros siguen siendo muy interesantes, pero el avance tecnológico lo ha dejado simplemente fuera de onda.
Como director de una de las bibliotecas más importantes en el mundo, usted estuvo cerca del Google Book Search, el proyecto para crear la más grande biblioteca digital en el mundo. Pese al entusiasmo general alrededor de esa iniciativa, usted alertó acerca de distintos aspectos que harían peligrar el libre acceso al conocimiento y la información. ¿Podría explicar brevemente cuáles son los problemas con ese proyecto?
 Veníamos hablando del potencial democratizador de la tecnología. En ese sentido, una de las cosas que más admiro de Google es exactamente ésa. Su ambición es digitalizar, de acuerdo con lo que ellos mismos dicen, todos los libros del mundo. Obviamente, es imposible hacerlo, pero sí pueden digitalizar millones de libros. En este momento, tienen 12 millones de libros en su base de datos y todos los días siguen escaneando libros. Dentro de un año podrían alcanzar los veinte millones. Eso significa que aunque no puedan poner a disposición todos los libros del mundo, pueden ofrecer toda la literatura en inglés disponible en Estados Unidos. Las literaturas en otros idiomas podrían seguir esta tendencia. Es una idea noble, sin duda. Lo que me preocupa es que Google es una compañía comercial cuya primera misión es hacer dinero y responder a sus socios. No hay nada malo al respecto. Pero el objetivo de las bibliotecas es muy diferente. Eso lleva a una contradicción entre lo que se supone que hace una biblioteca y el propósito esencial de una compañía como Google. El asunto es si podemos resolver esta contradicción a través de algún tipo de compromiso. 
¿Cuál sería la manera de resolver esa contradicción?
Espero persuadir a Google de tomar su base de datos digital, compuesta por millones de libros, y transformarla en la National Digital Library. Por supuesto, debido a los derechos de autor, no podríamos hacerlo con libros que están actualmente en circulación, pero esta iniciativa incluiría todos los libros que son de dominio público y quizá muchos libros que están protegidos por derecho de autor pero se hallan fuera de circulación. Incluso, creo que se podría poner publicidad en estos libros digitales, pues de eso es de lo que realmente viven compañías como Google. Esto podría hacerlo sin lastimar a nadie, y ganándose el respeto y la admiración del público por su contribución al bien común. Sin embargo, Google no está lista para dar este paso y, de hecho, el acuerdo al que llegaron con los autores y los editores es apenas una forma de dividir la torta: 35% para Google y el restante 65% para los editores y autores. ¿Pero qué hay de los lectores y las bibliotecas? Hasta ahora no forman parte del acuerdo. De modo que si el acuerdo, como está, es aceptado por la corte donde ahora se discute –y pienso que no lo será–, Google Book Search puede determinar el futuro de los libros digitales. Como ves, es una apuesta muy fuerte. Por eso necesitamos garantías para evitar que se imponga un precio excesivo al acceso a las bases de datos digitales, pero también para protegernos de violaciones contra nuestra privacidad. Ya Google ha acumulado una inmensa cantidad de información sobre nosotros como individuos, que puede explotar. Imagínate cuando también sepa exactamente qué leemos. Ese elemento es muy poderoso cuando se lleva a la escala de una población entera. Y es solo uno de los muchos aspectos lamentables del acuerdo. No hablo por Harvard University, sino por mí. El acuerdo tiene el potencial real de democratizar el conocimiento, pero también podría crear una posición monopolística en el mundo de la información. Es un asunto demasiado importante, una potencial fuente de conflicto. Por eso siento que necesitamos resolverlo.

¿Es la democratización del conocimiento, en su opinión, un objetivo alcanzable en un mundo controlado en buena medida por las corporaciones privadas?
Pienso que sí, aunque puedo ser ingenuo: soy historiador y no un hombre de negocios. Cuando me ha tocado proponerle un proyecto a alguna empresa o institución, siempre me preguntan: “Bueno, dónde está su plan de negocios”. Yo respondo que soy un académico y no un empresario. Sin embargo, sé que tienen derecho a formular esa pregunta porque muchos de esos proyectos son grandes, complejos y costosos. El presupuesto de la Biblioteca de Harvard –que en realidad es una red con más de 60 bibliotecas– supera los 150 millones de dólares. Es una operación enorme, de modo que hay que llevarla de la manera más efectiva y económica posible. Así que me tomo muy en serio el hecho de que la realidad esté inmersa en el mundo de las corporaciones, pero eso no significa que no haya maneras concretas de hacer avanzar el bien común, pese a todos los intereses comerciales que lo rodean. Mi objetivo es crear en Estados Unidos esa National Digital Library que pueda poner todos los libros a disposición de todos los ciudadanos. Espero que llegue a ser una biblioteca internacional y forme parte de una red que ponga el conocimiento a disposición de todos. Suena utópico, lo sé. Pero creo que podemos crear la National Digital Library si persuadimos a Google, y a algunas fundaciones importantes de este país, de unirse en una coalición para digitalizar las grandes colecciones de libros, como la de Harvard o la Biblioteca Pública de Nueva York o la Librería del Congreso de Estados Unidos; de que financien la digitalización gradual de las colecciones completas pero haciéndolo de manera cuidadosa y apropiada, porque hasta ahora Google lo ha hecho como si fuera un buldózer cometiendo muchos errores. Esto puede llevar diez años, pero será algo para toda la humanidad. Además, estoy seguro de que no será excesivamente costoso. Se puede hacer, lo que falta es voluntad.

En su caso, parece ser cierto que es un entusiasta de la tecnología. Incluso tiene un libro electrónico.
He publicado un libro electrónico, he estado blogueando, he experimentado con artículos electrónicos y en este momento particular estoy escribiendo dos libros electrónicos. Uno de ellos me ha tomado mucho tiempo y tiene que ver con la publicación e intercambio de libros en la Francia del siglo XVIII. El otro ya está listo y será publicado en otoño por Harvard University Press. Es un libro acerca de canciones y poemas callejeros de París. En el fondo, es un estudio de la comunicación en sociedades orales. En las calles del París del siglo XVIII la gente tomaba las canciones del repertorio conocido y todos los días improvisaba nuevas letras para esas canciones viejas. Todo el mundo llevaba en su mente el mismo repertorio de canciones, de modo que cualquiera podía fácilmente escribir un verso relacionado con los temas de actualidad. Tengo pruebas al respecto porque la gente escribía los nuevos versos de las canciones en papeles y luego los transcribía en unos cuadernos de notas llamados cancioneros. Hay miles de estas canciones improvisadas en cancioneros que están disponibles en las grandes bibliotecas de investigación de París. Muchas de esas canciones, por ejemplo, hablan de crisis políticas, en particular de la crisis de 1749, cuando cayó el gobierno. Una de las cosas más peculiares era el sonido, es decir, el efecto musical de las canciones. Todas estaban escritas de acuerdo con la melodía, pero como esas melodías desaparecieron hace tiempo de la memoria colectiva de los franceses, nadie había escuchado las canciones. Sin embargo, gracias a una biblioteca especializada en música se pudo dar con las anotaciones musicales y reconstruir la melodía. Ahora, en París, una amiga mía, Elaine DuLavaud, que es cantante de cabaret, ha grabado las canciones con la música original. Con esto, el lector del libro podrá ir a su versión en línea y escuchar las canciones mientras lee la letra en francés y mi versión en inglés. Éste es un pequeño ejemplo, bastante sencillo, de cómo los medios impresos se pueden combinar con los medios electrónicos de nuevas maneras. Es como si pudiéramos escuchar el pasado, por así decirlo.




Su idea de un libro electrónico es la de un objeto que tiene muchas capas y que, en ese sentido, puede amplificar la lectura tradicional.
Sí, el otro libro que estoy preparando es mucho más complejo en esa medida, pues invita al lector a navegar a través de las notas y otras capas de significados e información. El lector puede sumergirse en niveles muy distintos de lectura. Por ejemplo, puede leer en un dispositivo como el Kindle o el iPad y acompañar esa lectura con una versión hecha en una máquina de impresión por demanda de un libro que contenga lo que le interesó a él, no a mí. La tecnología electrónica puede darle al lector un poder que lo vuelve mucho más activo a la hora de construir un argumento histórico.
 En ese sentido, usted parece un seguidor de Jorge Luis Borges y su biblioteca de Babel.
 Borges pensó en estas cosas hace mucho tiempo y se adelantó varias décadas a un fenómeno que nosotros apenas comenzamos a comprender.
 ¿Qué hace a los libros un artefacto de cultura tan duradero?
Parte de su indiscutible permanencia viene del hecho de que el libro es una máquina. Viene de la tecnología del códice. Es decir, es una máquina que comunica palabras de una manera muy efectiva, tanto antes como después de la invención de la imprenta. Los materiales con que ha sido hecho le dan una tremenda resistencia al tiempo. Este libro que tengo en mis manos tiene trescientos años y está en estupendo estado. Aunque el empastado pueda deteriorase más rápidamente, sus páginas aguantarán trescientos o cuatrocientos años más, lo que indica que los libros son el producto del desarrollo de una tecnología muy eficiente. La gente no piensa en eso y cree que los libros están ahí y punto. En segundo lugar, los libros pertenecen a nuestra cultura, están metidos en sus entrañas a tal punto que somos su hechura, somos culturas del libro. Hay que recordar que el códice acompañó la expansión del cristianismo, de modo que el libro está con nosotros desde el surgimiento del cristianismo. No estamos conscientes de cuán profundamente arraigados están los libros en nuestras vidas. El auge de la comunicación electrónica pareciera haber eclipsado esa familiaridad, dándonos lo que yo llamo una falsa conciencia sobre la naturaleza de la información y de la denominada sociedad de la información. Yo sostengo que toda sociedad ha sido una sociedad de la información. Solo que la información se transmitía en otras formas. 

Brevísimo manual para jóvenes editores


Por Andrea Palet
08 de agosto de 2011
Mucho muy lejos me hallo de poder contar experiencias como las de mi admirado Maxwell Perkins, pero ni siquiera ese verdadero Maxwell Smart se refirió nunca a su cuidadosa labor de zapa; lo que se sabe es por su correspondencia privada, hecha pública después de su muerte. El trabajo conjunto con un autor –el corte, pulido, escarmenado y musicalización de un original, la paternidad de las ideas, la organización de un conocimiento para transmitirlo por escrito– es de una intensidad y una intimidad tales que, como los secretos de familia, se resiente al ser expuesto a la luz del día. A la espera de la demencia senil que me hará contar lo que no debo y enseñar lo que no sé, entonces, vayan apenas unos consejos de buena fe para quien se inicia en este oficio de corte y confección invisible.
No todo merece ser un libro. Huye del amigo o la tía con una historia alucinante que cree que debería contar en un libro. No temas desafiar al académico cuyo texto abstruso, árido y tecnicista solo refleja su incapacidad de comunicar. Un blog exitoso puede ser un desastre editorial: el libro supone un modo de recepción que no se ajusta automáticamente a cualquier contenido. Pero también, hoy que todo lo sólido se desvanece en el aire, que un libro pueda existir esencialmente para siempre le confiere una forma de dignidad que sería bueno considerar al momento de evaluar proyectos fugaces y banales.
Un fondo transparente. Tal como para proyectar una película casera buscamos una sábana clara y lisa, el texto debe presentarse limpio y sin obstáculos; los errores son como piedritas o peñascos que adelgazan la confianza y alteran la concentración. Los autores no los ven, y a veces los lectores tampoco, pero la belleza de un libro no es la misma si la muy premiada tipografía no se lee bien, si Juanita se llamaba Adela cien páginas atrás, si los cortes de palabras nos chirrían al oído, si los números no suman, si dice loza cuando debe decir losa, o si una transición simple no se explica sino como un olvido o un milagro en el estado actual de la ciencia.
El zurcidor japonés. Los buenos zurcidores reparan los desgarros con los mismos hilos de la tela original; solo así el resultado es límpido y no se nota la costura. A menos que estés a cargo de una aburrida enciclopedia de arte en fascículos o algo así, reescribe o reemplaza con giros o estructuras que no sean ajenos al estilo ni a la sensibilidad del escritor. Acostumbrar el oído al fraseo ajeno no es tan fácil como suena, pero hay que hacerlo.
Conocer para ignorar. Las normas gráficas y de estilo tienen un sentido y una tradición que obligatoriamente hay que conocer: se trata de mecanismos sofisticados que se están perdiendo en el mar de vulgaridad que nos aplasta. Pero, como dice Kundera en Los testamentos traicionados a propósito de la traducción: “El traductor se considera el embajador de esa autoridad [la del estilo común, del buen francés, el buen español, etc.] ante el autor extranjero. Pero todo autor de cierta valía transgrede el gran estilo, y es en esa transgresión donde se encuentra la originalidad y por lo tanto la razón de ser de su arte”. El español neutro no existe; importan la variedad, el registro personal y local. Y también esa cualidad inefable que es el modo como suenan las palabras según el lugar que ocupen en la página: no es lo mismo “buenos días, tristeza” que “tristeza, buenos días”. Recuerda la marca gloriosa de Miguel de Unamuno a un corrector demasiado apegado a la norma: ¡Ojo!, había escrito el corrector; ¡Oído!, puso encima Unamuno.
Leerlo todo, saberlo todo. La historia del insulto es tan importante como la historia de Roma. Hay que leer las novelas de Corín Tellado. Si crees que el creacionismo tiene que ver con el arte, estamos mal. Al leer enteras las Páginas Amarillas surge un mundo de oficios y actividades que ni siquiera sospechabas que existían. Los horarios de ciertos trenes europeos son un prodigio de edición. Supongo que sabes quién es Andrew Wylie, el que nos niega en el epígrafe. Supongo que lees sesenta, ochenta, cien libros al año. Supongo que se entiende la idea. La única herramienta indispensable del editor es su cabeza, pero debe estar bien amueblada, y eso no se consigue únicamente con literatura sino con una curiosidad interminable.
¿Cómo lo sabe? ¿Comparado con qué? Estas dos preguntas deberían estar en un post-it mental del editor de no ficción. La primera justifica todo el aparato crítico o las notas y bibliografías, para empezar, y la segunda es la base de toda argumentación plausible, que no te enrede en los meandros de una palabrería pirotécnica y jugosa desplegada como un manto sobre su debilidad estructural. Se discute si el editor debe compartir la culpa con el autor de un ensayo lleno de falacias o falsedades: algunos creen que no, yo creo que sí.
Respeta a tus mayores (y menores). Ser educado no solo significa haberte leído tus rusos o tus románticos alemanes a la más tierna edad. Cada marca roja sobre el papel es un “te equivocaste” que al autor le duele; ese dolor puede enmascararse de diversas formas y, sí, los escritores suelen ser imbancables, pero no pierdas de vista que él es el padre de la criatura. Para presionar e imponerse en buena lid hay que estar muy bien preparado y ser riguroso, y la palabra clave es siempre “persuasión”.
¿Cuál es la patria del editor? ¿A quién se debe en último término? El reverso de la recomendación anterior es que tu compromiso debería ser con el lector y el futuro de la obra, no con el autor. El escritor no es un dios; si actúa como tal es simplemente un hombre o una mujer echados a perder. La admiración y, peor, la reverencia por el artista suelen ser malas consejeras en tu trabajo. Si no hubiera sido por su editor, El gran Gatsby se habría titulado, ajj, Trimalchio en West Egg. Si no hubiera sido por Gordon Lish, nadie se acordaría de Raymond Carver. Nunca pierdas de vista el bien social que significa editar y publicar libros, y que cada texto pide una envoltura, un tono y un formato que el autor no necesariamente ve con tanta claridad como tú.
Temple de acero. El talento, la ansiedad y la vanidad son los materiales altamente explosivos con que trabajamos a diario, y para lidiar con ellos no se ha inventado todavía un kevlar que recubra sin dolor nuestros sentimientos. Se ha sabido de casos en que el escritor profesa una sincera gratitud por su editor; incluso hay quienes han manifestado esa gratitud y aun admiración por escrito, aunque cuanto más meloso el reconocimiento más probable es que el editor apenas haya tocado los originales del bendito, le haya hecho caso en todas sus terquedades y le haya pintado un paisaje plagado de premios, ventas y congratulaciones. (Excepcional es Historia de una novela, donde Thomas Wolfe cuenta cómo Max Perkins convirtió en El ángel que nos mira las miles de hojas sueltas que el gigantón le pasó en unas cajas de madera, y cómo el gran editor de Scribner’s le sugirió el tema y la estructura de Del tiempo y el río.) Para contar con los dedos de la mano esos casos, sin embargo, bastará con una desmedrada tertulia de mancos. El reverso de la medalla, escritores despotricando contra los carniceros mala clase que les habrían tocado de editores (como en El simple arte de escribir, de Raymond Chandler), es en cambio más corriente, por el efecto del tercer material explosivo ante todo. Mejor, para tu salud mental, evocar de cuando en cuando las palabras de tu abuelita consolándote de algún tierno chichón de la infancia: “El mundo no es justo, querido mío”.
Sé una digna sombra. La cualidad número uno del editor respetable es la capacidad de quedarse inmensamente callado. Responsabilidad, tacto, oído y un punto de vista personal son indispensables también, pero, precisamente porque cuesta mucho, saber quedarse callado tiene un punto de decencia o nobleza añadido, si es que le atribuimos nobleza a la dificultad. Es duro ser una sombra, y ni siquiera eso te lo van a agradecer, pero si eres editor es porque te gustan los libros, leerlos, tocarlos, rodearte de ellos, pensarlos, crearlos: bien, ésa y no otra ha de ser tu callada recompensa.